lunes, diciembre 15

Eufemia...


Eufemia despertó con sus cuarenta años por fuera y una revolución adolescente por dentro, se miró al espejo y se contó las veinte arrugas de cada lado de los ojos que en perfecta ecuación de suma le resultaban los 40 años de vida puritana...
Se bañó despacio tratando de comprender porque en ese preciso día de su cumpleaños ella sentía la nostalgia de la juventud lejana y la amargura de los años que dicen, deben ser sabios...
Desnuda frente al espejo, se miró las carnes con apenas un brillo amarillento, una que otra línea añeja cruzándole el vientre abultado y se detuvo en sus casi redondos senos que en los años mozos le enmarcaron el corazón.
Se miró el cabello que alguna vez le causó envidia a la luna y se sonrió de lágrimas al descubrirse una cascada de cabellos blancos revueltos entre sus ondas castañas. Siguió contemplándose desnuda, ruborizada por el pudor del descaro por mirarse, se miró los muslos que ahora eran flácidos y sin tibieza, y observó el ensortijado que salía de entre sus piernas, tan negro como se tiene en la mitad de su ahora, entonces, se estremeció de gusto por saber que la juventud apenas se le estaba anunciando.
Tenía 20 años de casada con Diógenes del Valle, un hombre con el sabor del campo y aroma a yerba, de pocas palabras y muchos silencios, de grandes sonrisas y mayores disgustos, de manos torpes, de dientes blandos, de ojos pequeñitos, costumbres arcaicas y sexo primitivo.
Con él, los días pasaban sin apuro alguno, los pocos imprevistos que se daban en el año pertenecían al clima y las noches de los días se diferenciaban por las maneras en que los trastos se ponían sobre la mesa.
Eufemia se había dado a la vida de esposa por herencia de costumbre, mientras que Diógenes se adornaba la vida pregonando que además del apellido a esa mujer le daba casa, vestido y sustento. Así nomás, el resto de los deberes se daban por la gratitud santa del cuerpo.
Pero Eufemia sabía que entre todas las veces que los deberes se daban, el rubor de sus mejillas y la humedad de sus rincones se las debía al recuerdo de aquel hombre que por efímero y audaz, le correspondía la única ocasión en que el placer le había apretado el cuerpo, las caricias y el recorrido del cuerpo eran ciertamente la antesala al paraíso.
Y ahora, que los cuarenta años le anunciaban una nueva década para estrenar, se reconocía mujer a medias, reina sin reino, templo sin Dios, años sin causa.
Se vistió despacio, con el peso de las culpas y los temores, con el temblor de las ansias maduras, con la contradicción de lo prohibido, con la aventura de lo desconocido, con el impulso del sexo y la sensación de lo sentido.
Rezó un Ave María para el perdón eterno, besó el recuerdo de la promesa del para toda la vida, se buscó el mechón de cabellos plateados y los trenzó en un moño, contempló el surco que le lucía en el escote y por primera vez reconoció estar en el lugar equivocado y lejos del hombre añorado.
Guiada por el rumor de su entrepierna y el susurro de sus verdades, tomó un suéter color malva, calzó sus zapatos de abuela recién estrenada y salió dispuesta a encontrar aquel orgasmo que le celebraría la vida.
cieloazzul.
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domingo, noviembre 30

Benigna...


Benigna tenía la piel de aceituna y los ojos de media luna, caminaba como caminan las mujeres que cargan durante toda su vida los menesteres de esposa. Por que ella nació para ser esposa. Y por eso disfrutó los cinco maridos que se cargó a lo largo de su vida.

Cuando apenas cumplía los 18 años se enamoró perdidamente de un hombre pequeñito y risueño, que no tenía más herencia que un perfil de Dios romano y un resplandor en cada mano.
No hubo forma de persuadirla, Benigna sabía que con ese hombre debía de compartir el resto de su larga vida y se lo quedó.

De aquellas manos Benigna quedó embarazada en la primera noche que le pasearon el cuerpo.
Y cuatro veces más, Benigna se embarazó con el recorrido contento de aquellas manos por sus rincones aceitunados. Siempre supo que esa herencia había de hacerle la vida segura y las hambres saciadas. Vivió entregada a los cinco hombres que la compartían con generosa querencia, tenía besos de tamaños distintos para cada uno y caricias de distinta temperatura. Según la ocasión.

Se vestía de colores distintos según cada uno de sus hombres necesitara de amores y un solo aroma a jazmín para dejarles apenas un rastro inolvidable en cada cercanía.

Benigna nunca se quejó de las prisas que le provocaban los cinco hombres que la tenían cautiva, sonreía con un dejo de ternura cuando el cansancio se le instalaba entre las costillas y la planta de sus pies hinchados, y se dejaba reclamar por cada uno de los cinco hombres que le pisaban la sombra.

Una mañana de primavera lluviosa, Benigna se sintió dichosa por cada uno de los hombres que la vivieron, y entre sus 68 años se le escurrió por primera vez una nostalgia salada que la hizo llorar. Recordó a cada uno de sus hombres como la patria recuerda a sus héroes, y fue de uno a otro saltando entre sus amores hasta sentirse pletórica de felicidad.

Definitivamente a los cinco los quería por igual pero de maneras distintas, al mayor lo quería por ser el primero, por su perfil de Dios griego y su herencia deliciosa, por sus manos resplandecientes, y aquellos ojos de niño solitario que cada noche le cobijaban el rato. Al segundo lo quería como se le quiere al primogénito, como se le quiere al primer sol de las mañanas y al caldo de pollo de los resfriados. Al tercero lo quería porque tenía en las manos el resplandor del primero, los cabellos necios y la voz de soldado herido. Al cuarto lo quería por su espíritu risueño, por ser como las tempestades y los amaneceres anaranjados, por hablar indecencias y pelear por todo, pero más por sus caricias. Al quinto lo quería por su color a aceituna, por tener el dedo gordo del pié más corto que los otros cuatro. Como el de ella. Y por que sus besos eran lo más parecido al perdón.

Benigna sintió entonces una pena muy grande instalársele en el pecho, pensó en los años que le quedaban para seguir cumpliendo con sus menesteres de esposa y en lo que la vida le multiplicaba cada vez que uno de sus hombres se dejaba acunar entre sus ojos de media luna. Lloró despacito pensando en que esposas como ella quedaban pocas, lloró un poco más fuerte pensando que hombres como los suyos no alcanzarían para aquellas pocas esposas que quedaban, lloró casi hasta el ahogo cuando se dio cuenta que no había dejado escrito y firmado un instructivo para dejar la ropa de cama perfumada, el caldo de pollo con sabor a remedio para los dos mayores, el arroz picosito y esponjado para los dos siguientes, la gelatina de anís para el más pequeño, la mezcla de jabón y una pizca de almidón para las camisas blancas, el punto cangrejo para zurcir calcetines, la cantidad de agua para los frijoles de olla y la medida exacta para el café con sabor a canela. Lloró con apenas un hilo de lágrimas imaginando que no podía morirse sin haber encontrado una buena esposa para todos juntos, o todos juntos para una buena mujer. Sintió apenas un poco de celos pensando que cualquier otra pudiera quedarse con sus cinco hombres sin haber siquiera aprendido a poner al sol cada una de las camisas de mangas largas sin estropearles el cuello almidonado, sintió rabia de imaginar otros ojos de media luna mirando a sus cinco hombres despertar un domingo cualquiera, sintió una amargura filosa imaginando lo que imaginaba y entonces se enfureció.

- Ninguna mujer como yo- se dijo como quien se consuela a si misma.

Entonces se puso de pié, se limpió las lagrimas y el cansancio. Abrió un cuaderno de pastas verdes y lo partió en cinco partes iguales. Escribió el nombre de cada uno de sus hombres y comenzó a escribir seguido de dos puntos:
Para los frijoles de olla se necesita…

cieloazzul.
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domingo, octubre 26

Angélica...


Después de un silencio largo y amargo, ambos decidieron dejarle a la suerte su destino…
Y no pasó más de un atardecer para que el mismo destino se volviera hacia ellos y les encontrara a media calle y con los ojos perdidos en el mismo pensamiento…
Sobre ella caía un manto de nostalgia dorada, sin embargo, el mirarle en ese intempestivo momento le hizo sonreír como quien enciende un cirio, en cambio él, tenía la barba crecida, la sonrisa invisible y un halo de abandono que antojaba a arroparlo como a un recién nacido…
Después de mirarse, sin más, se saludaron como en los viejos tiempos en que fueron los mejores amigos, para después sentir esa descarga de luz que vino cuando se hicieron los mejores amantes de sus tiempos, para finalizar con ese escalofrío que quedaba desde que se habían vuelto invisibles el uno para el otro.
Y se saludaron como quien se sabe de memoria las respuestas, anticipándose al presente que ya no les pertenecía y arañando con la astucia de un niño un futuro con nuevas aventuras, se parafrasearon como en los viejos tiempos y se aspiraron entre la gente que pasaba a su lado esquivando el perfume de los reencuentros.
- Te veo tranquila- Dijo él recorriéndola con los ojos…
- Lo estoy- dijo ella urgiendo una sonrisa…
- Me alegra, por ti, lo mereces- dijo él soltando un suspiro…
-También tu mereces estar bien..- dijo ella lanzando un decreto..
- Sin ti….no veo como…- Dijo él mirándole la boca…
-Así las cosas, todo tiene un para bien..- Dijo ella reprimiendo un lamento..
- Tu eres mi para bien… te invito un café..- dijo tomándola de la cintura para llevarla al café que parecía les esperaba con una mesa.
En ese café había puros hombres mayores, algunos se acompañaban con una partida de dominó reñida y silenciosa, otros más, discutían sobre las últimas reformas inútiles del gobierno, en una mesa cercana un hombre de hombros cansados y zapatos bien lustrados parecía conversar con su taza de chocolate y dos piezas de pan dulce, en una esquina dos más parecían recordar tiempos no gratos, el aroma del lugar era extraño, olía a tabaco añejo, a vejez solitaria, a experiencia y saberes, también a orfandad.
-Me gusta haberte encontrado- Dijo él casi susurrando…
-A mi también- Dijo ella apretando un beso…
- Aún no entiendo que fue lo que nos perdió..- Dijo él en un reclamo
-La prisa..- Dijo ella como acariciando la excusa…
- Cual prisa-
- La de amarnos sin tiempo ni tregua, la indisoluble manera de querer estar sin estar… en fin, que caso tiene ya…- Dijo ella mirando al hombre solitario…
- Aún me amas?- Dijo el atravesándole el alma…
- Siempre…- Dijo ella casi para si misma…
- ¿Entonces?, ¿Tu crees de verdad que nuestro amor se terminará así nada más, por que no estemos juntos?-
- No..-
- Entonces por que amarnos sin estar, cuando podríamos amarnos estando juntos-
- Porque no estábamos juntos, y porque… así debía ser…-
- ¿Según quien?,¿ el oráculo?- Dijo él con los años encima…
El hombre más cercano a ellos giró su cabeza para mirarles, detuvo su mirada en él por breves instantes, para parsimoniosamente pasar a los ojos de ella y con una leve inclinación de su cabeza, le sonrió… Ella sintió en esa mirada, un montón de cariños olvidados, un impulso de aferrarse a sus sueños y una fuerza inquebrantable que tenía días extrañando…
-Por que no podemos estar juntos…- Volvió a preguntar él
-Tu crees que sea posible con todo lo ya vivido?-
- Yo creo que nos amamos y bien vale la pena volver a comenzar…- Dijo él con los ojos infantiles.
- Y después?- Dijo ella sorbiendo su café ya frío…
- Después…vendremos a éste café y seremos la única pareja de ancianos besándose y comiendo del mismo pastel…- Dijo él con la sonrisa más tierna…
-Acepto..- dijo ella acercándole los labios…
Pidieron la cuenta mientras se murmuraban con caricias y sonrisas, retomando un aire nuevo y fortalecido, hasta que les interrumpió el mesero con una pequeña charolita y un papel que no tenía pinta de factura… en un retazo de papel amarillento, unas palabras con caligrafía perfecta se leían…

"Hace más de 45 años entré con la que fue el amor de mi vida, eran otros tiempos y el miedo nos venció…
Hoy hace 9 años que ella murió y no logro reponerme de no haber luchado por nuestro amor. Sean felices y punto
. "

Al tiempo que el mesero recogía los sobres de azúcar y les notificaba que la cuenta había sido pagada, él leía en voz alta el mensaje y le apretaba la mano en señal de promesa...
Entonces, ambos sintieron la fuerza suficiente para salir tomados de la mano a recuperarse…
cieloazzul.
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sábado, agosto 2

Cecilia.


-Algún día deberás encontrar una novia- le dijo Cecilia al hombre con quien había compartido la mitad de su vida de mujer casada.
- No la necesito- respondió él con la convicción más tierna.
-Pero sucederá- Dijo Cecilia frunciendo la lagrima y escondiendo la colérica idea de perderle.
- Así estoy bien- respondió él como quien tira una burbuja de jabón al destino.
- Y yo me moriré de tristeza- Dijo Cecilia con una sonrisa llorona.
- Tú lo tienes a él- dijo él con un aire de reclamo inevitable.
- Y tu me tienes a mi- Dijo ella disculpando su pecado.
- Yo te amo-dijo él, rozándole el alma.
- Y yo a ti - dijo Cecilia sonriéndole a los ojos.

Habían pasado toda la vida amándose, aún sin conocerse. Tenían la firme creencia que en alguna otra vida ambos habían vivido un amor de historia. Quizá por eso llevaban tantos años brincando la suerte de dejarse y reencontrarse, habían probado toda suerte de olvidarse y terminaban siempre recordándose. Más veces habían tenido que culparse, que terminaban siempre perdonándose. Y así, el amor se les pegaba al cuerpo, a los sueños y a la realidad de estar sin estar.

- ¿Tu crees que algún día estaremos juntos para siempre?- Preguntó Cecilia una tarde de tantas en que se encontraban a tientas y con caricias.
- Si – respondió el con la mirada ausente.
- ¿Tu crees que podremos vivir juntos, después de vivir tantos años a pausas?- dijo Cecilia buscando el punto en el que él tenía perdida la mirada.
- No lo sé, en eso mismo pensaba- dijo él besándole los labios.
- Y no lo creo – Dijo Cecilia sentándose en el borde de la cama.
- ¿Tu que crees?- dijo él mientras le miraba la espalda.
- Que encontrarás una novia- dijo Cecilia con los ojos cerrados.

- Tal parece que eso quisieras- soltó él con media sonrisa.
- Y me muero de celos-respondió de tajo Cecilia como incendiada por dentro.
- Deja de pensar en eso, no ando buscando novia, y si sucede, pues sucederá-
- Mira tu que cabrón- soltó Cecilia creyendo firmemente la sentencia.
- ¿Que harías?- dijo él alargando el juego.
- Te mentaría la madre toda la vida- prometió Cecilia como quien jura un “para toda la vida” .

- ¿Y si tenemos un hijo?, yo quiero tener un hijo contigo- dijo él como quien escribe una carta a los reyes magos.
- ¿Para que quieres un hijo?-dijo ella como quien se atraganta con el viento .
- Para que si algún día nos dejamos, te quede un recuerdo mío- Dijo el otro tan fresco como el sereno.
- ¡Que huevos los tuyos! Y yo para que quiero un hijo sin padre?- respondió Cecilia retando la propuesta.
- Para que me recuerdes siempre- Dijo él con una sonrisa de héroe.

- Mejor tenemos al hijo y nos vamos a vivir lejos de aquí-dijo ella imaginándose en exilio.

- Cancún?- dijo él planeando la huida.

- Cancún no, allá está la lagartona que quiere contigo- Dijo Ella frunciendo la boca.

- Los cabos?- soltó el aventurero.

- Los cabos no, está muy lejos y es carísimo- respondió Cecilia con una sonrisa austera.

- La luna?- dijo él acariciándole la mano.

- Allá no, porque están tus papás y no me quieren por ser casada.- dijo Cecilia con nostalgia agridulce.

- Entonces nos quedamos aquí- dijo él atrapándola en un beso largo.
- Pero encontrarás una novia – dijo Cecilia mordiéndole los labios.

- Ya te encontré a ti, ¿Quieres ser mi novia?- dijo él como quien resucita a un muerto.
- Para siempre-
dijo ella con una sonrisa de novia eterna.
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viernes, junio 27

Valentína...

Porque existe en el mundo
una esperanza definitiva...
el amor con capacidades diferentes...


Después de tanto tiempo haber estado viviendo en un cuerpo específico, y amado al amor, se encontró cualquier mañana con unos ojos distintos, con un cuerpo distinto, con una voz distinta, pero el mismo corazón…
Valentína tenía en su historia, secretos y desventuras, una simplicidad de manías y hábitos arrancados de un ancestral árbol genealógico de frutos diversos y una distinción especial para ser simplemente ella…
era hermosa por que su nombre le imprimía ese aire misterioso y contradictorio para quien se llama de semejante manera y habita un cuerpo rellenito, con una cabellera escasa y un encanto agridulce entre los ojos.
Su nombre nunca necesitó de un apellido que le diera condominio en esa sociedad que se proclama perfecta, mucho menos necesitó de un mote de cariño para llamarla aún en los momentos de más urgencia de cariño, Valentína era así completa, sin abreviaturas ni medias tintas.
Cuando nació, todos pensaron que era un castigo de ese Dios que no hay que olvidar que castiga, incluso su propia madre culpó a la luna que ese mismo Dios había dotado de hechizos malditos, nadie aceptó las culpas, pero tampoco nadie se indultó, entonces fue más fácil responsabilizar a los ausentes, a la ciencia, a la genética, al horóscopo y así cerrar los ojos a la realidad.
Creció como crecen las personas diferentes, entre ruidosas murmuraciones y falsa conmiseración, creció en un mundo donde lo fácil se confunde con lo sencillo y los silencios con la comprensión.
Pero a Valentína la vida le sonreía aún en los momentos más amargos, la misma diferencia que para el resto del mundo significaba tormentos para ella representaba la magnificencia del amor. La sensualidad y el amor tenían lugar en su vida desde que tuvo conciencia de su ser como mujer, así que para ella, una caricia no provocaba el mismo efecto que en cualquier otra, Valentína se incendiaba con la simple caricia del aire trémulo que le rozaba las pantorrillas como también en el mismo acto natural de orinar.
Se hizo mujer una mañana de primavera, mientras jugaba entre ruidos y eminentes descargas emotivas, y con el mismo silencio con que se le trató siempre, se le confinó durante 5 días naturales dentro de una habitación apenas iluminada y se le procuró lo necesario para sobrevivir.
-Habrá que cuidarla de los lobos marrulleros-, dijeron las interesadas en el porvenir de Valentína, mientras los lobos marrulleros se relamieron los bigotes aguardando la luna llena de cada mes.
Pero a Valentína 5 días y una hora significaban lo mismo, su mundo interior era suficiente para hacer de un insignificante zumbido de insectos, una banda sonora de alta fidelidad.
Ella amaba redondamente como su cuerpo crecía, amaba todo lo que miraba, todo lo que sentía, todo lo que cruzaba por sus capacidades diferentes y su característico humor y miraba sonriendo al igual que los ruidos que su garganta emitían, Valentía crecía y con ella crecía el amor.

Pero un descuido se vive a diario y Valentína fue descuidando sus horas de juego con los ruidos de los insectos para comenzar a jugar con los rostros que iban y venían por las calles de su pueblo, se sentaba en la esquina del parque y dejaba que el tiempo le llevara hasta sus ojos la diversión.
Fue así como aprendió el tránsito de cada persona, la hora exacta en que se iba y la hora exacta en que se retornaba, el instante en que la iglesia se quedaba vacía y el momento en que dos se besaban para seguir en sentido contrario, fue así como descubrió que los hombres la miraban y las mujeres la evitaban, y también fue cuando se dio cuenta que la soledad duele y la compañía antoja.
Poco a poco comenzó a sentirse sola, a desear conversar y sentirse acompañada, a intensificar querencias y desterrar miedos, a conocer emociones y darles nombre, pero sobre todo a sentirse mujer con deseos especiales y necesidades terrenales.
Fue así como aprendió a mirar a Tomás, el único hombre que la miró con ojos misericordiosos y simpatía con aroma a pan, el único que detenía su apresurado rumbo para saludarla llamándola por su nombre, y se sentaba junto a ella mientras ambos compartían las migajas de una charla gutural explicita. Fue Tomás quien le rozó el ante brazo con una carcajada y le torció los ojos de puro reír. Y fue Tomás quien le permitió florecer en sus desvaríos especiales como si la naturaleza no necesitara de un certificado de buena razón.
Y la gente se hacía la ciega, y los pecados se hicieron ignorar, y la vida se detenía en cada tarde que Valentína se volvía invisible y Tomás su dibujante.
Para los más santurrones las leyes celestiales se estaban provocando, para los más ilusos todo se trataba de una experiencia subnormal, para los más libidinosos se trataba de una demente calentura, para los ignorantes nada sucedió, para los más sensatos esto debía suceder así… mientras que para Tomás y Valentina se trataba de hacer el amor sin prejuicios de ninguna clase, perdonando las culpas del mundo entero en cada beso envuelto en sinrazón, esculpiendo la natural simpleza de encontrarse en un mundo de diferencias disfrazadas que buscan encontrarse aceptando simplemente: EL AMOR.
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sábado, marzo 22

Amantes...

Para cuando se hizo de día el amor se había convertido en una paloma de alas doradas, con ojos brillantes y el corazón hinchado de ansias de libertad….

Había una sola razón para que los amantes se existieran y era la verdad absoluta de saberse uno para el otro, la levedad de lo imposible sobre lo posible y la incongruencia del deber sobre el ser…por eso, amantes como siempre, se prodigaban silencios en forma de besos y frazadas de palabras como caminos florecidos, no había más que el explosivo deseo de existirse aún en las tantas muertes que en las noches les rondaba junto a la distancia del cuerpo.

Amigos fueron siempre que la razón se les dormía, entonces el parloteo de un cotidiano se les venía encima entre saltos de conciencia, el simple tacto de los sentidos era suficiente para existirse y prolongarse, no había más que dejarse invadir por el invisible capricho de pertenecerse para evolucionar en forma de tiempo hacia el mañana.
Hermanos fueron siempre que la sangre se les amalgamaba en un torrente de añoranzas, cuando se reconocían hijos de un mismo universo en el cual los ojos y la sonrisa tenían la misma carga genética del sol, cuando la caricia y el ombligo la misma tersura de la tierra, cuando el deseo se les convertía en fluidos de caramelo y les bastaba saberse hijos de un mismo tiempo.

Esposos fueron cuando había que permanecer a una sociedad de apariencias disfrazadas, cuando en las buenas y en las malas, en la salud y en la enfermedad, en lo prospero y en lo adverso había que prolongarse, cuando en la cotidiana rutina el beso de despedida y el abrazo de “buenas noches” bastaban para saberse núcleo de armonía.

Pero amantes fueron siempre que se amaron en plenitud de querencias, en la evolución de la existencia compartida, en la diáfana conquista de un minuto más para sentirse y en el minúsculo instante de un adiós irrevocable.

Amantes fueron siempre que se reconocieron, con el pan y el vino en comunión de lo prohibido, con el perdón sin arrepentimiento y la indulgencia en el destino.

-Tan lejanos-, - tan desconocidos-
- tan cercanos-, - tan conocidos-
-Tan ellos-

Amantes fueron siempre que se complacieron, en la caricia del hijo, en la mirada del anciano, en el llanto del recién nacido, en la lagrima del duelo, en la madrugada con miedo y en el crepúsculo del mañana.

Amantes fueron en el beso delincuente, en el roce indecente que les despertaba el instinto, en el darse a cuenta gotas para beberse en manantiales, en el orgasmo redondo que se alargaba en el infinito, en el sudor que como un bautizo nuevo los redimía, en el frotarse hasta tatuarse la carne con el siempre de un jamás, hasta olvidarse de los finales inevitables y renacerse.
Amantes, amigos, amantes, siempre amantes, en el verbo, en la palabra, en el silencio y en el mismo instante en que se reconocieron.

Amantes... hasta aquel día en que se hizo de día y el amor se había convertido en una paloma de alas doradas, con ojos brillantes y el corazón hinchado de ansias de libertad y AMOR.

cieloazzul.
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sábado, enero 26

Antonia...

Gracias Antonia.
Por regalarme tu locura
y despertar mi inspiración...
Antonia se repartía entre miles de sensaciones mundanas, como canario herido se dejaba abrazar por pecaminosos lamentos hasta quedar exhausta y vacía de antojos dementes.
Su delirio se extendía en las noches más oscuras, en los fríos más helados y las puestas de sol más incandescentes, así nomás, se le instalaba en el centro del pecho un fueguito de cinco flamas que se le alargaba en espiral hasta salirle por las pupilas. Odio enamorado le resbalaba por los caireles maltrechos que le quedaban aún con algunas ramitas de azares blancos que conservaba como estatuas sangrantes.
En un rincón de sus cuatro esquinas dormía carcomido por el tiempo aquel vestido blanco de encaje antiguo con sus 60 botones nacarados simulando una espina dorsal perfecta, un albo tul coronado por diminutas perlas en forma de lágrima y un pergamino manchado de ira y sinrazón.
Desnuda como ninfa exiliada se paseaba por las cuatro paredes que la mantenían alejada de todo embiste humano innecesario desde que Ignacio Langaruto había caído muerto de un entuerto al intestino justo en el momento en que había de pronunciar ante el altar el “si acepto” sin siquiera haberle desposado el dedo anular y atravesarle el nombre con un apellido tan jocoso.
Desde entonces, la habían considerado una viuda santa, una santa loca, una loca virgen.
Y toda ella, desquiciada y atolondrada, se dejaba atravesar por ese fueguito de cinco flamas para encontrarse con la cordura frente a frente y decretarse en un idioma casi angelical un casamiento de alcurnia y agasajo, para después, desnuda como una ninfa purificada tararear un vals con ritmo de réquiem mientras sus mejillas encendidas y pudorosas le pintaban el rostro de conmiseración.
Los años le guardaban un respeto lastimero, algunas arrugas se le fueron instalando en la nuca y detrás de las rodillas, otras más atrevidas formaron pequeñas rosetillas en la comisura de los labios, una más, le atravesó el pecho en forma de la inicial de Ignacio para dibujarle un arroyito coquetón, y así, como partida en dos, Antonia se dividía entre la razón y la locura, entre el odio y el amor, entre el sueño y la vigilia, entre la muerte en vida y la vida moribunda, entre el manicomio como hogar y la casa de su infancia como refugio en las navidades.
No había de otra, o seguía preservando la honra del destino o se decidía a aceptar los infortunios inmerecidos y le daba a los años pendientes una segunda oportunidad.
Una mañana cualquiera, Antonia decidió enfrentar al mundo, salir de ese limbo de cuatro paredes e incendiarse de una buena vez en una sola llamarada.
Justamente el día que se cumplían 6 años de aquella muerte compartida Antonia despertó entre esas cuatro esquinas sin gritos y temblores, sintió pudor de danzar desnuda , sintió un frío obsceno erizarle los pezones, un vacío profundo en la boca del estómago y recordó su nombre completo sin agregarle sonidos de ultratumba.
Miró un cristal de humo que siempre le había parecido un amanecer incandescente y lloró hasta bañarse completa, dispuesta a recomenzar.
Nunca se supo cual de todos las sustancias intravenosas le devolvió la razón, ni siquiera consta en expediente alguno la terapia eficaz que le devolvió a la vida, mucho menos detalles cercanos de lo que la vida le remuneró, la única evidencia de que esta historia sucedió, es que Antonia ahora acuna entre sus brazos longevos a su quinto nieto, primogénito de su tercer hijo, llamado Ignacio y nunca antes había estado tan cuerda como para contarlo.

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