sábado, enero 26

Antonia...

Gracias Antonia.
Por regalarme tu locura
y despertar mi inspiración...
Antonia se repartía entre miles de sensaciones mundanas, como canario herido se dejaba abrazar por pecaminosos lamentos hasta quedar exhausta y vacía de antojos dementes.
Su delirio se extendía en las noches más oscuras, en los fríos más helados y las puestas de sol más incandescentes, así nomás, se le instalaba en el centro del pecho un fueguito de cinco flamas que se le alargaba en espiral hasta salirle por las pupilas. Odio enamorado le resbalaba por los caireles maltrechos que le quedaban aún con algunas ramitas de azares blancos que conservaba como estatuas sangrantes.
En un rincón de sus cuatro esquinas dormía carcomido por el tiempo aquel vestido blanco de encaje antiguo con sus 60 botones nacarados simulando una espina dorsal perfecta, un albo tul coronado por diminutas perlas en forma de lágrima y un pergamino manchado de ira y sinrazón.
Desnuda como ninfa exiliada se paseaba por las cuatro paredes que la mantenían alejada de todo embiste humano innecesario desde que Ignacio Langaruto había caído muerto de un entuerto al intestino justo en el momento en que había de pronunciar ante el altar el “si acepto” sin siquiera haberle desposado el dedo anular y atravesarle el nombre con un apellido tan jocoso.
Desde entonces, la habían considerado una viuda santa, una santa loca, una loca virgen.
Y toda ella, desquiciada y atolondrada, se dejaba atravesar por ese fueguito de cinco flamas para encontrarse con la cordura frente a frente y decretarse en un idioma casi angelical un casamiento de alcurnia y agasajo, para después, desnuda como una ninfa purificada tararear un vals con ritmo de réquiem mientras sus mejillas encendidas y pudorosas le pintaban el rostro de conmiseración.
Los años le guardaban un respeto lastimero, algunas arrugas se le fueron instalando en la nuca y detrás de las rodillas, otras más atrevidas formaron pequeñas rosetillas en la comisura de los labios, una más, le atravesó el pecho en forma de la inicial de Ignacio para dibujarle un arroyito coquetón, y así, como partida en dos, Antonia se dividía entre la razón y la locura, entre el odio y el amor, entre el sueño y la vigilia, entre la muerte en vida y la vida moribunda, entre el manicomio como hogar y la casa de su infancia como refugio en las navidades.
No había de otra, o seguía preservando la honra del destino o se decidía a aceptar los infortunios inmerecidos y le daba a los años pendientes una segunda oportunidad.
Una mañana cualquiera, Antonia decidió enfrentar al mundo, salir de ese limbo de cuatro paredes e incendiarse de una buena vez en una sola llamarada.
Justamente el día que se cumplían 6 años de aquella muerte compartida Antonia despertó entre esas cuatro esquinas sin gritos y temblores, sintió pudor de danzar desnuda , sintió un frío obsceno erizarle los pezones, un vacío profundo en la boca del estómago y recordó su nombre completo sin agregarle sonidos de ultratumba.
Miró un cristal de humo que siempre le había parecido un amanecer incandescente y lloró hasta bañarse completa, dispuesta a recomenzar.
Nunca se supo cual de todos las sustancias intravenosas le devolvió la razón, ni siquiera consta en expediente alguno la terapia eficaz que le devolvió a la vida, mucho menos detalles cercanos de lo que la vida le remuneró, la única evidencia de que esta historia sucedió, es que Antonia ahora acuna entre sus brazos longevos a su quinto nieto, primogénito de su tercer hijo, llamado Ignacio y nunca antes había estado tan cuerda como para contarlo.

cieloazzul.
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