miércoles, septiembre 13

Felícitas...


Conocía a todos los hombres del pueblo, y todos decían conocerla más, desde el carpintero que le hacía cama de aserrín, hasta el doctor que la acariciaba con su bata almidonada, de amores tenía un almacén, un puesto en el mercado, una botica con olor a alcanfor, un kiosco con nieves de frutas, una escuelita con un asta para arriar la bandera y dos repartidores de leche con horarios distintos , tenía un armario donde guardaba sensaciones estibadas de acuerdo a la ocasión y remedios prestos para cualquier malestar, no había noche que no usara el cuerpo para remediar males ajenos ni mañanas que no despertara con la urgencia de sanar.

Felicitas Cantero tenía la cara de virgen nómada, las manos largas y la lengua de gata siamés.
Desnuda se parecía a la luna, vestida también.

Pero no era ese candor lo que le daba la gracia, sino la cintura estrecha en la que reposaban dos cumbres redondas y alineadas, de la que nacía una cadera cilíndrica y cantarina, ella lo sabía, ellos también, que eran los que más recurrían a imaginar su silueta en las noches de deseos viudos.

Hasta entonces, Felicitas llevaba la sanación en su cuerpo, no tenía más que desnudarse despacio, soltarse el cabello y agitarlo en remolinos, pasearse con su lengua de gata por las dolencias y extirparles el mal con sudores y calambres hasta dejar al enfermo agonizando en saludable resurrección.

Hasta que llegó el forastero, que se instaló en la casa de los anturios blancos y no dio señales de enfermarse ni siquiera de aburrimiento.

Pasaron los días y Felicitas preparaba a diario un remedio para aquel desconocido, no quería que la tomara por sorpresa el mal inevitable y tuviera que improvisar con sales del mar muerto una cura ficticia, pero ese día no llegó y Felicitas comenzó a enfermarse de espera, su convicción de santa puta no podía estar completa, así que envuelta en dolores se dormía y amanecía peor, con los remedios volteados y la entrepierna seca de preocupación.

Calixto Perea, era un mediocre sabio, tenía una boca de pajarito y los ojos redondos casi uno encima del otro, su mentón estaba partido por una línea de barba despeinada y sus manos parecían tener un color de querubín.

Felicitas, era la única en el pueblo que sabía curar los males viriles, la única que las otras mujeres respetaban por ser bendita, por devolverles al marido sanado, al amante experimentado, al adolescente hecho hombre y a los ancianos con los aceites de la indulgencia para una muerte serena, se le quería en secreto, prohibidamente, se le respetaba por que sí, y si alguna mujer se llenaba de celos, Felicitas simplemente no volvía a sanar al marido o amante y éste irremediablemente moría de sinrazón.

Pero Calixto, nunca se enfermó, y a Felicitas se le acababa la espera, se le agotaban los remedios, se le consumía el arte de improvisar conjuros y comenzó a secarse como una uva verde, los senos que antes eran redondísimos se le volvieron alargados y caídos, las caderas se le escurrieron hacia abajo y la lengua se le encogió.

Una tarde, se presentó en casa de Calixto Perea con todos sus remedios en frascos de colores, pensaba que quizá él no sabía de sus artes y por eso no la había solicitado antes, segura de que alguna dolencia debía tener y dispuesta entonces a sanarlo como sólo ella sabía hacerlo.

Calixto la recibió con una elegancia siniestra, la miró entera sin siquiera mover los ojos, y la hizo pasar a la salita de bambú que tenía en el amplio corredor, se sentó frente a ella y no pronunció palabra alguna, simplemente la miró, Felicitas que tenía un ritual aprendido para sus maneras preguntó:

- ¿Que le duele al señor?-

Y Calixto quedó en silencio, mirándola como un sordo y acariciándola como un ciego…

Ella volvió a preguntar
- Donde es que le duele al Señor?-

Y al no recibir respuesta nuevamente, se apresuró a desnudarse entera para identificar dónde se erguía la dolencia y dónde había que sanar…

Pero no, a Calixto Perea no le dolió la querencia, tampoco se le anunció malestar alguno, siguió impávido mirando el cuerpo escurrido de Felicitas que palidecía de un dolor prestado.

- Es a ti a la que le duele algo – Dijo Calixto poniendo su mano caliente en el cuello de Felicitas para zarandearla como felpudo de hospital. Despeinada y desorbitada sintió como las dolencias de tanto mal ajeno se le venían de un solo golpe hacia el esternón, provocándole un absceso de quejumbres y aromas rancios que la obligaron a eructar.

Paso seguido y con la lengua aún trabada comenzó a llorar, Mientras Calixto la ponía sobre sus piernas como si de una niña malcriada se tratara y comenzó a darle nalgadas alternadas que le pusieron las mejillas rojas y los ojos al revés. Del trasero ni se diga, parecían dunas del Sahara a media tarde de un invierno inexistente.

A cada nalgada, Felicitas sentía una caricia distinta, un hormigueo africano recorrerle la espina dorsal y mordiscos de serpiente silvestre en la entrepierna curandera. Con cada caricia estruendosa sentía sanarse de males arrendados, sentía librarse de auto maldiciones, sentía recuperar la salud alquilada de cada enfermo casual y honorario.

Sin apenas recuperarse, Calixto la puso de pie, le secó las lágrimas y sin siquiera tomarla en cuenta la recetó.

- Ponga compresas de agua con sal. Venga mañana, su mal es mortal,habrá que lavarle las tripas, enderezarle los senos, desinfectarle el corazón....

Felicitas salió de casa de Calixto Perea con sus frasquitos de colores sin usar, las caderas redondas en el mismo sitio que cuando tenía veinte años y el sexo moribundo intacto.

Se enfermó todos los días a partir de entonces. Olvidándose de sus remedios para siempre, de los enfermos casuales de cada noche, de la querencia ajena y de su vocación de a mentiras.

Se jubiló de Puta y se estrenó de amante.

Cieloazzul
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