domingo, julio 30

Perpleja...

Imagen:Francisco Laso.

Perpleja Ruiz nació una tarde de otoño lastimero, entre la oscuridad azul del cuarto destartalado, donde su madre escondida de todas sus culpas se puso en cuclillas para pujar sin respiro y expulsar de una sola vez todos sus pecados…
Había de ser así, con el único resoplo de candor con que había recibido la noticia de su embarazo clandestino, durante el cual apenas los senos hicieron el anuncio de la naturaleza, mientras que, el vientre le creció hacía el corazón…y las nauseas hacia el esfínter…

Perpleja Ruiz no debía ser más bella que la madre, apenas un destello del brillo de sus pequeños ojos, apenas un halo de su sonrisa de zorra dorada, apenas un poco más de su cadera danzarina… y un ombligo redondo y profundo que no tenía historia en los antepasados de nadie…

A Cástula Ruiz no le alcanzaba el recuerdo para desgranar de dos en dos las sentencias de aquellos ojos de vampiro desplumado del hombre que con prisa y torpeza le había sembrado en el vientre la semilla de la descendencia… todas las noches que aquellos senos se desparramaban por sus extremos, ella maldecía la mala hora en que abrió de par en par las puertas de su intimidad y lujuria, para después, con lagrimas abundantes acunar en la punta de su lengua todas las nanas inéditas que el mundo nunca habría de escuchar...

- Te has de pudrir en los antojos, cabrón- Decía antes del amén.

Sabia hasta las pestañas y simple hasta las uñas, a Cástula se le iba la vida en guardar un centavo diario de los que ganaba lavando las ropas de las mujeres de alcurnia, donde había que restregar con celestial confidencia, los algodones sangrantes, los flujos pestilentes, los residuos de noches obligadas y el agrio sabor de la complacencia marital, con el único fin claro de hacer de su pequeña Perpleja una mujer casi idéntica a la mismísima Virgen del Socorro…con todo y sus milagros.

Todas las mañanas, Cástula enrollaba tras su espalda a su pequeña hija, dejando únicamente al viento los pequeños ojos saltones que desde entonces establecieron una intima amistad con el cielo y sus resplandores… mientras su madre fregaba las culpas y los excesos, Perpleja crecía en un cajón de madera apolillada, forrado de retazos de lienzos blanquísimos y perfumados con hojas de albahaca, fue creciendo y fue rompiendo el cajón en el que sus carnes fueron excesivas, durante el tiempo tal , Cástula mientras fregaba, narraba historias de amor a su pequeña y malograba finales con lágrimas rastreras.

Perpleja de tanto oír, aprendió a hablar y de tanto hablar aprendió a llorar y de tanto llorar, aprendió a sentir.

Cuando cruzó la infancia, una mañana de un mismo otoño lánguido y tristón, Perpleja despertó con los senos desbordados, el pubis regordete y ensortijado, los ojos de hiena triste y la libido de un águila en pleno vuelo perfumándole los respiros.

Nunca había imaginado los despertares solitarios añorando apretones, nunca había sentido siquiera cosquillas en los dientes, sino hasta aquella mañana febril en que su madre, ya encorvada y muda de recuerdos, alistó su jabón de hierbas dulces para la obligada tanda de refriego pestilente, ella, seguía acompañándola en sus costumbres, ahora, ayudándola en casi todo, mientras Perpleja tallaba hasta sangrarse los dedos, Cástula revisaba con ojo de cuervo que no quedara un solo rayón de indecencia, seguían su tránsito de casa en casa, hasta el atardecer…
Esa misma mañana, Perpleja talló los algodones con una sensación distinta, los senos se le escurrían por entre las mantas, se golpeaban uno al otro con danzas indecentes, los pezones se le encendían y le mordían los antojos, el pubis se le hinchaba y una punzada se le clavaba en el ombligo hasta hacerla detenerse y recuperarse.

Talló como nunca en su vida, esperando aquella punzada brotarle del centro de su cuerpo para sentir una estela de vapor cocinarle las costillas.

Los días siguientes, fueron peores, era inclinar el cuerpo, y comenzar a sentir aquel hormigueo salirle de las orejas, clavársele en la mandíbula, la lengua, los dientes, la garganta, el cuello, los senos, pasarse derecho hasta el pubis, morderle los muslos, las rodillas, los tobillos llegar a la punta de los pies y dispararse directo al perfecto ombligo que se le hinchaba para explotar.

Cástula comenzó a empeorar, su artritis mortal la estaba consumiendo, apenas si tenía fuerzas para bajarse los calzones, así que Perpleja, dueña de una herencia lúdica, tomó a cargo las responsabilidades de la madre con todo y el centavo diario para el futuro de ella misma.

Una mañana primaveral, Perpleja asumió por una buena vez, la potestad del futuro, dejó a su madre recostada entre algodones y partió con el jabón de hierbas dulces al recorrido de años, contenta, por que el pago mas irrevocable a esas tareas de asco y vomito, lo daba el mordisco que de su ombligo soltaba dejándole una sensación de carnaval propio.

Una mañana tempranera de abril sediento, llegó a casa de Modesta Núñez, tomó del estanque las dos cubetas de agua de manantial que habría de ocupar para sus labores, y fue inclinar el cuerpo que inició la condena que había de turbarle los sentidos. Frente a ella, estaba un hombre que olía a sándalo, con ojos de lince y el sexo por delante, la miraba, como se miran los capullos apunto de abrirse, como se mira un arco iris que nace y se esfuma, como se mira al sol con los ojos retadores. Perpleja mantuvo la mirada en alto, la sonrisa oculta y los senos dispuestos, apenas si logró recuperar uno de los baldes de agua que no se desparramaron del susto, sin bajar la mirada, volvió a llenar el cubo de agua y se abrió camino, pasando junto al animal en acecho que le lanzó una ráfaga de deseo perdulario.

Talló, de forma distinta, con aquellos ojos de lince escudriñándole el trasero, con el ombligo ausente y los deseos arrebolados gastándose como el jabón, talló con descuido y sin fuerzas, con la prisa de la cortesana por el anuncio de la mañana, con el hambre del jornalero y la sed del pecador… talló sin que le sangraran los dedos, sin que los senos se le despertaran, sin que el pubis se le hinchara.

Cuando hubo juntado los lienzos tallados, apenas si con un blanco de a mentiras, Perpleja caminó hacia el traspatio, donde entre los maizales, había de poner al sol a terminar de blanquear lo que sus fuerzas le habían negado…
Apenas si alcanzó a ponerse de puntas para alcanzar el alambre, cuando sintió atravesarle la espalda la voz de un Dios sin honra.

Se le acercó tanto, que aquellos senos que se desbordaban libertinos se redujeron a un solo montoncillo de carne arrugada, le habló tan cerca, que su ombligo se escondió atrás de sus rodillas, la turbó tanto, que se dejó atrapar por aquellas manos que le dibujaron un cuerpo nuevo y cerró los ojos para buscarse los años.
Con un magistral movimiento la puso de bruces, le alzó el faldón de algodón liso y le tapó la boca con una mano que olía a tabaco de vainilla, mientras le cantaba al oído con voz de Tenor tísico y a capela…

- morena mía, morena mía, ábrete de piernas que yo soy tu jabón…

Perpleja tal cual se quedó, hipnotizada por aquel aroma a tabaco somnífero y encontrando a su ombligo canturreándole con acento infantil.
Cerró un ojo para no ver y dejó abierto el otro para no perderse en el camino, abrió las piernas y se masticó la lengua.
El Tenor tísico siguió cantando…

- Talla, talla, morena mía, tállate las ganas, abre más las piernas, y mueve el cucu mientras te lavas con mi jabón….

Perpleja tomó la punta de su falda y comenzó a tallar con las fuerzas que había guardado, al tiempo que sus senos se desparramaron haciéndose uno, el sexo le despertó contento, su ombligo se sacudió a carcajadas y sus caderas se hacían remolino y huracán.

Mientras Lauro Melquíades, seguía improvisando sus cantos herejes, Perpleja fue entonando un coro celestial sin resoplos…

- Así morena mía, así….deja que mi manantial de agua te refresque las cavernas- cantaba él.

Y ella respondía en los breves silencios con un ronco y rítmico…
- Ah, ah, aaaayyyy, aahh, aaahh, aaaayyyy-…

Se dejó tallar como ella lo hace con los algodones indecentes y se dejó secar tendida al sol con las piernas abiertas y la garganta cansada.

Volvió todos los días a casa de los Núñez, dejándose frotar hasta sangrarse, hasta el último invierno en que su madre respiró y a ella le comenzaron a crecer los senos hasta la garganta, el vientre hacia el corazón y la sentencia de repetir la historia tallando algodones indecentes y ajenos, con la diferencia de que Lauro Melquíades, contribuyó al centavo diario y a tener listo el jabón de carnes dulces para lavarla y tallarla de bruces y cantarle.
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