jueves, febrero 5

Torcuata y Matilde...

Para Aleida Ruelas.
Por toda la vida.

Torcuata dejó de hablar el día que Ramiro se casó con la gorda que le daría un hijo.
Durante un montón de años había pasado su vida de parlanchina seductora en los brazos de ese hombre que por mustio y silencioso le había contado apenas una que otra pena en agonía, mientras que a ella la palabra le brotaba hasta por los poros, no tenía mejor vestido que las miles de historias que se inventaba después de cada encuentro de amor y así, pasaba del retozo a la lujuria, de la tarde al otro día y de la palabrería al otra vez.
Pero así nomás, de repente, Torcuata se calló para siempre en sus murmullos y las palabras se le fueron enroscando por los cabellos desordenados, por la fila de dientes blancos, por debajo de la lengua y por debajo de las piernas. Ni una sola palabra volvió a brotarle, ni para bien, ni para mal.
Alguna vez de tanta indigestión de palabras, Torcuata recitaba un decreto de lagrimas y entre sollozo y sollozo se adivinaba un lamento lánguido y ronco, pero inteligible.
Los meses pasaban con su letanía de palabras por la frente de Torcuata, mientras que la gorda se hacía más gorda y Ramiro se les extraviaba de entre los deberes.
Torcuata envejecía un siglo por cada silencio que pronunciaba, dejó de bañarse y cepillarse el pelo y los dientes, apenas si comía unas migajas de pan de trigo y caldos transparentes que su madre preparaba con fervor de augurios. Y nada. Ni una palabra se le escuchaba decir.
Los dientes se le pegaron, las manos se le arrugaron, y un millar de líneas le trazaron el cuerpo como si  una historia sin palabras se le escribiera de noche en noche.
No había esperanzas para Torcuata, el silencio se le había instalado de tajo y las palabras se le borraron de la mente y el corazón.
Cuando escuchó entre paredes que Ramiro paseaba orgulloso entre sus brazos un muchachito de cabellos crespos y cara redonda, dejó de comer y abrir los ojos, su cama se llenó de palabritas moribundas y toda ella se abandonó a esperar a la muerte sin siquiera pronunciar amén alguno.
Mientras Torcuata callaba, las murmuraciones llenaban el pueblo entero, una muda que moría de amor y una gorda que alardeaba a viva voz su estado civil gozoso.
Cuando Matilde se enteró de la suerte de quien había sido su mejor amiga de la infancia, se derrumbó de pena y rabia, no entendía como una mujer que había nacido con la palabra en la boca, se abandonara de esa manera por el amor de un insensato, así que se propuso devolverle el discurso y la razón.
Durante los siguientes días, Matilde pasó las tardes enteras contemplando el desastre de Torcuata, recordándole historias de la infancia y obligándola a abrir los ojos aunque fuera por educación. Nada. Torcuata abría un solo ojo y se perdía entre la baraña de cabellos opacos que le habían crecido desde la nariz hasta la espalda.
Al segundo día, Matilde puso hierbas amargas en la tina y obligó a Torcuata a meterse con todo y ropa, ahí la lavó con la devoción más tierna, le restregó cada línea que le atravesaba el cuerpo y le desenredó el cabello al tiempo de contarle las últimas nuevas de la nación.
Al tercer día, Matilde abrió las cortinas de la habitación, sacudió la fila de palabras regadas por los rincones hasta levantar una polvareda gris que hizo toser a Torcuata hasta sacudirle el vientre, un murmullo llorón brotó de la garganta de Torcuata y una esperanza redonda impulsó a Matilde a seguir.
Al cuarto Día Torcuata había vuelto a probar alimentos, abría la boca con la certeza del silencio y trituraba cada sorbo de agua y caldos con impaciencia atroz.
Al quinto día, después del baño de hierbas amargas, después cepillarle el cabello, de contarle 20 líneas menos del cuerpo, Matilde abrió la ventana y dejó que el murmullo del viento le antojara la palabra a Torcuata, quien volvía a mantener los ojos abiertos, el cabello ordenado y un brillo tímido que le hacía juego perfecto a sus treinta y tantos años.
Se pararon ambas a mirar por la ventana, Matilde no dejaba de hablar y hacer recuerdos, de repente Torcuata murmuró:
-Que se vaya a la chingada-
Matilde se estremeció de gusto pero no quiso parecer exagerada y siguió hablando…
-Te acuerdas del vecino que era un amargado? Se ha ido para siempre del pueblo….
- Así se debió haber ido éste cabrón- Murmuró con claridad Torcuata.
-Pero no se fue amiga- Dijo Matilde apretando los ojos.
Torcuata volvió a guardar silencio, Matilde habló y habló pero Torcuata no volvió a pronunciar palabra.
Pasaron tres días más, en que Matilde repetía la hazaña de abrir la ventana, para hablar y hablar de recuerdos vagos, pero Torcuata siguió en el silencio primero.
Una tarde de tantas en que Matilde recitaba inventos, Torcuata la interrumpió:

- La gorda le contará historias como las mías?-
-No lo creo, nadie como tú para inventarse historias- Respondió Matilde con un nudo en la garganta.
-Crees que aún me recuerde?-
-Supongo que si- Volvió a responder Matilde con un vacío en el estómago
- Yo le hubiera dado un hijo, de haber sabido….- Dijo Torcuata separando algunas hebras de cabello que le tapaban los ojos…
-Pero se lo puedes dar a otro, ni que fuera el único, no jodas Torcuata..-
-Para mi lo era…hijo de su madre- Sentenció Torcuata con la misma gravedad con que contaba un cuento.
-Vendrán otros, aunque si te quedas en ésta piltrafa que te has impuesto, estará difícil..- Dijo Matilde con la picardía de una santa.
-Tenía las nalgas tan lindas….- Dijo Torcuata con media sonrisa
-Habrá más lindas, te lo aseguro- soltó Matilde con media carcajada.
-Tenía el pilín horrible- Dijo Torcuata apretando la risa
-Hay mejores, te lo juro- Dijo Matilde acalorada de risa
-Roncaba…- Dijo Torcuata mirando a Matilde resoplar de risa
-Pobre pendejo- Dijo Matilde alzando los brazos en señal de triunfo.
-Pendeja yo, que me morí por días…- dijo Torcuata dejando ver su rostro sin silencios…
-Menos mal que resucitas- Dijo Matilde estrechándola en un abrazo largo
-Menos mal que te tengo amiga mía…- susurró Torcuata con la palabra bendita
Al día siguiente Torcuata amaneció con el fulgor de los treinta y tantos, con miles de palabras brotándole por los ojos, la boca y la entrepierna, con una sonrisa de estreno y su amiga de la infancia dispuesta a reír a la par de la misma historia de aquel Ramiro insípido, contada mil veces hasta aburrirse de simplezas…
-Ni que valiera la pena callarme tanto- Dijo una tarde Torcuata a Matilde.
-Pues lo fue para casi matarte de silencios - soltó Matilde como pólvora
-Ya ni me acuerdo de sus nalgas…tan lindas- susurró Torcuata con un mohín de picardía
-Búscate unas nuevas, verás que hay mejores…- Retó Matilde al tiempo de proclamarse héroe.
-Busquemos…- Recitó Torcuata con la gratitud de la palabra envolviéndole el mañana...
cieloazzul.
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Cuento ganador
31/Dic/2009