lunes, mayo 11

Dominga...


Cuando el amor se le hizo mudo, la sonrisa le comenzó a cambiar de color.
Dominga despertaba con la nostalgia que los años del matrimonio imprime en cada mañana, sentía pena por la falta de entusiasmo en que se había sumido después de haberse sorteado los años cruciales por los que pasa el matrimonio.
Que si el séptimo año es determinante, que si pasas el onceavo ganaste el para toda la vida, que después del decimoquinto viene una crisis de miedo, que después de los veintiuno siempre hay separación. Que las bodas de plata no son más que un recordatorio de la ilusión, que quien celebra los cincuenta años de matrimonio se gana la santificación. Que el amor eterno no es precisamente el que se profesan los esposos y que cuando el amor se acaba, se acabó sin más.
Pero a Dominga ninguna de esas sentencias le parecía verdadera, y sus razones tendría porque ella había sorteado cada año de matrimonio perdida entre los imprevistos de ser madre, esposa, amiga y ejecutiva de la vida. A veces amante, pero menos veces que las demás. Vivía con los años pendientes, con la sonrisa alquilada en un amor inconcluso que le había costado todos esos años de matrimonio estancado. Con apenas una vida que se le resbalaba entre las comidas familiares, los saludos fantoches, las visitas al santísimo y el buenas noches a su vida de mujer.
Cuando pensaba en la muerte se estremecía completa, le prometía a la vida no dejar para mañana la única cuenta pendiente con aquel amor.
Como es la vida de tramposa!, una mañana cualquiera Dominga despertó con la edad al revés, sus 52 años se le volvieron 25 y no encontró sombra mas brillante, ni zapatos mas obscenos que los que su hija mayor guardaba entre sus tesoros. Se miró en silencio y se espantó los miedos, se probó el pantalón negro que su mediana hija usaba en sus tardes de conquista, se perfumó con crema anti estrías las caderas y se sonrío.
Hurgó entre una agenda amarillenta hasta encontrar la trampa con nombre de mujer que escondía el de aquel amor y salió de casa con la lista de pendientes en la mano.
Pasó a la tintorería a dejar los pantalones del marido, pasó a firmar documentos bancarios, pasó por las mismas calles que le recordaban aquel adeudo de vida inconclusa, se compró unos cigarros para dejar de fumar y rezó una oración inventada para ganar valor.
Atravesó la explanada del parque del pueblo, se alisó la sonrisa en señal de razón, se miró en el reflejo del vitral de la iglesia y se atrevió.
Cruzó la puerta de aquellas oficinas con olor a hastío, saludó cortes como quien se conoce de años, se anunció tajante y sin respiro. Esperó.
Una mujer con cara de espanto le anunció que podía pasar.
Dominga respiró profundamente y cuando volvió a tener de frente a aquel hombre incompleto, se presentó.
- Vengo a saldar mi deuda pendiente.- Dijo mientras los años se le volvían verdad.
- Y el hombre que parecía de mil años, sonrío como sonríen los niños.
Extendió las manos y se dejó saldar.
cieloazzul.
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lunes, mayo 4

Rafaela...


Tenía en su vida tragedias de color a susto, los ojos llenos de lágrimas invisibles y una risa que por ruidosa parecía un lamento.
Se enamoró de un solo hombre que era de todas, menos de ella.
Lo amó en secreto, a viva voz, entre figuraciones y sueños, así, como se ama lo que nunca será propio.
Y se hizo de todas las astucias, las contradicciones, las explicaciones y religiones con tal de permanecer cerca de ese mismo hombre que a expreso desdén seducía a todas, menos a ella.
Rafaela se hizo niña-vieja, aceptó alargar su vida a la suerte de estar cerca de él sin estar, aceptó agradecida la presencia a medias y se secó despacio mirando a su único amor, besando a otras, amando a otras, paseándose con otras, menos con ella.
cieloazzul.
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