lunes, diciembre 15

Eufemia...


Eufemia despertó con sus cuarenta años por fuera y una revolución adolescente por dentro, se miró al espejo y se contó las veinte arrugas de cada lado de los ojos que en perfecta ecuación de suma le resultaban los 40 años de vida puritana...
Se bañó despacio tratando de comprender porque en ese preciso día de su cumpleaños ella sentía la nostalgia de la juventud lejana y la amargura de los años que dicen, deben ser sabios...
Desnuda frente al espejo, se miró las carnes con apenas un brillo amarillento, una que otra línea añeja cruzándole el vientre abultado y se detuvo en sus casi redondos senos que en los años mozos le enmarcaron el corazón.
Se miró el cabello que alguna vez le causó envidia a la luna y se sonrió de lágrimas al descubrirse una cascada de cabellos blancos revueltos entre sus ondas castañas. Siguió contemplándose desnuda, ruborizada por el pudor del descaro por mirarse, se miró los muslos que ahora eran flácidos y sin tibieza, y observó el ensortijado que salía de entre sus piernas, tan negro como se tiene en la mitad de su ahora, entonces, se estremeció de gusto por saber que la juventud apenas se le estaba anunciando.
Tenía 20 años de casada con Diógenes del Valle, un hombre con el sabor del campo y aroma a yerba, de pocas palabras y muchos silencios, de grandes sonrisas y mayores disgustos, de manos torpes, de dientes blandos, de ojos pequeñitos, costumbres arcaicas y sexo primitivo.
Con él, los días pasaban sin apuro alguno, los pocos imprevistos que se daban en el año pertenecían al clima y las noches de los días se diferenciaban por las maneras en que los trastos se ponían sobre la mesa.
Eufemia se había dado a la vida de esposa por herencia de costumbre, mientras que Diógenes se adornaba la vida pregonando que además del apellido a esa mujer le daba casa, vestido y sustento. Así nomás, el resto de los deberes se daban por la gratitud santa del cuerpo.
Pero Eufemia sabía que entre todas las veces que los deberes se daban, el rubor de sus mejillas y la humedad de sus rincones se las debía al recuerdo de aquel hombre que por efímero y audaz, le correspondía la única ocasión en que el placer le había apretado el cuerpo, las caricias y el recorrido del cuerpo eran ciertamente la antesala al paraíso.
Y ahora, que los cuarenta años le anunciaban una nueva década para estrenar, se reconocía mujer a medias, reina sin reino, templo sin Dios, años sin causa.
Se vistió despacio, con el peso de las culpas y los temores, con el temblor de las ansias maduras, con la contradicción de lo prohibido, con la aventura de lo desconocido, con el impulso del sexo y la sensación de lo sentido.
Rezó un Ave María para el perdón eterno, besó el recuerdo de la promesa del para toda la vida, se buscó el mechón de cabellos plateados y los trenzó en un moño, contempló el surco que le lucía en el escote y por primera vez reconoció estar en el lugar equivocado y lejos del hombre añorado.
Guiada por el rumor de su entrepierna y el susurro de sus verdades, tomó un suéter color malva, calzó sus zapatos de abuela recién estrenada y salió dispuesta a encontrar aquel orgasmo que le celebraría la vida.
cieloazzul.
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