domingo, noviembre 30

Benigna...


Benigna tenía la piel de aceituna y los ojos de media luna, caminaba como caminan las mujeres que cargan durante toda su vida los menesteres de esposa. Por que ella nació para ser esposa. Y por eso disfrutó los cinco maridos que se cargó a lo largo de su vida.

Cuando apenas cumplía los 18 años se enamoró perdidamente de un hombre pequeñito y risueño, que no tenía más herencia que un perfil de Dios romano y un resplandor en cada mano.
No hubo forma de persuadirla, Benigna sabía que con ese hombre debía de compartir el resto de su larga vida y se lo quedó.

De aquellas manos Benigna quedó embarazada en la primera noche que le pasearon el cuerpo.
Y cuatro veces más, Benigna se embarazó con el recorrido contento de aquellas manos por sus rincones aceitunados. Siempre supo que esa herencia había de hacerle la vida segura y las hambres saciadas. Vivió entregada a los cinco hombres que la compartían con generosa querencia, tenía besos de tamaños distintos para cada uno y caricias de distinta temperatura. Según la ocasión.

Se vestía de colores distintos según cada uno de sus hombres necesitara de amores y un solo aroma a jazmín para dejarles apenas un rastro inolvidable en cada cercanía.

Benigna nunca se quejó de las prisas que le provocaban los cinco hombres que la tenían cautiva, sonreía con un dejo de ternura cuando el cansancio se le instalaba entre las costillas y la planta de sus pies hinchados, y se dejaba reclamar por cada uno de los cinco hombres que le pisaban la sombra.

Una mañana de primavera lluviosa, Benigna se sintió dichosa por cada uno de los hombres que la vivieron, y entre sus 68 años se le escurrió por primera vez una nostalgia salada que la hizo llorar. Recordó a cada uno de sus hombres como la patria recuerda a sus héroes, y fue de uno a otro saltando entre sus amores hasta sentirse pletórica de felicidad.

Definitivamente a los cinco los quería por igual pero de maneras distintas, al mayor lo quería por ser el primero, por su perfil de Dios griego y su herencia deliciosa, por sus manos resplandecientes, y aquellos ojos de niño solitario que cada noche le cobijaban el rato. Al segundo lo quería como se le quiere al primogénito, como se le quiere al primer sol de las mañanas y al caldo de pollo de los resfriados. Al tercero lo quería porque tenía en las manos el resplandor del primero, los cabellos necios y la voz de soldado herido. Al cuarto lo quería por su espíritu risueño, por ser como las tempestades y los amaneceres anaranjados, por hablar indecencias y pelear por todo, pero más por sus caricias. Al quinto lo quería por su color a aceituna, por tener el dedo gordo del pié más corto que los otros cuatro. Como el de ella. Y por que sus besos eran lo más parecido al perdón.

Benigna sintió entonces una pena muy grande instalársele en el pecho, pensó en los años que le quedaban para seguir cumpliendo con sus menesteres de esposa y en lo que la vida le multiplicaba cada vez que uno de sus hombres se dejaba acunar entre sus ojos de media luna. Lloró despacito pensando en que esposas como ella quedaban pocas, lloró un poco más fuerte pensando que hombres como los suyos no alcanzarían para aquellas pocas esposas que quedaban, lloró casi hasta el ahogo cuando se dio cuenta que no había dejado escrito y firmado un instructivo para dejar la ropa de cama perfumada, el caldo de pollo con sabor a remedio para los dos mayores, el arroz picosito y esponjado para los dos siguientes, la gelatina de anís para el más pequeño, la mezcla de jabón y una pizca de almidón para las camisas blancas, el punto cangrejo para zurcir calcetines, la cantidad de agua para los frijoles de olla y la medida exacta para el café con sabor a canela. Lloró con apenas un hilo de lágrimas imaginando que no podía morirse sin haber encontrado una buena esposa para todos juntos, o todos juntos para una buena mujer. Sintió apenas un poco de celos pensando que cualquier otra pudiera quedarse con sus cinco hombres sin haber siquiera aprendido a poner al sol cada una de las camisas de mangas largas sin estropearles el cuello almidonado, sintió rabia de imaginar otros ojos de media luna mirando a sus cinco hombres despertar un domingo cualquiera, sintió una amargura filosa imaginando lo que imaginaba y entonces se enfureció.

- Ninguna mujer como yo- se dijo como quien se consuela a si misma.

Entonces se puso de pié, se limpió las lagrimas y el cansancio. Abrió un cuaderno de pastas verdes y lo partió en cinco partes iguales. Escribió el nombre de cada uno de sus hombres y comenzó a escribir seguido de dos puntos:
Para los frijoles de olla se necesita…

cieloazzul.
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